Juez y parte interesada
La judicatura no fue autónoma en el desafuero
Las batallas en el Congreso y en la opinión pública
Ramón Alfonso Sallard
A diferencia de la mayoría de los políticos mexicanos, Andrés Manuel López Obrador no teme al conflicto. Al contrario: lo propicia. Y por lo regular, gana. ¿Por qué? Porque invariablemente lleva a sus adversarios al terreno que le es más favorable. Y éstos caen porque no lo entienden. Lo subestiman. Y él celebra que lo hagan porque, una y otra vez, los engaña con la verdad. Es ciertamente un político determinista, pero también pragmático. Y, sobre todo, es tremendamente eficaz. Es decir, exhibe sobrada capacidad para lograr el efecto que desea o espera.
AMLO es eficaz porque ha sido capaz de simplificar su mensaje y repetirlo disciplinadamente a lo largo y ancho del país durante dos décadas: desde que accedió al liderazgo nacional del PRD en 1996. Un año después convirtió a ese partido en la segunda fuerza electoral del país y no fue casualidad. Desde entonces habla de corrupción, privilegios e impunidad de la élite. Lo hace de manera sistémica. Nada hay de improvisado en ello. El mensaje es tan sencillo, que hasta un niño de ocho años lo entiende. Y en política, lo más difícil es la simplificación.
AMLO es también eficaz porque regularmente cumple lo que promete. Suele prometer cosas sencillas y entendibles, pero de gran carga simbólica, como suspender la pensión vitalicia a ex presidentes, vender el avión presidencial y seguir viajando en vuelos comerciales, no vivir en Los Pinos y abrir la residencia al pueblo, entre otras. Es decir, derrumba la simbología del antiguo régimen, al tiempo que construye su propia semiología.
En cambio, para los problemas complejos es capaz de variar el rumbo o rectificar (como es el caso de los militares en el combate a la inseguridad). Y es entonces cuando apela a su electorado y le pide comprensión y apoyo, porque al cumplir esas otras promesas adquiere mayor credibilidad, autoridad y legitimidad.
Para Andrés Manuel López Obrador la Presidencia de la República no es la culminación, sino apenas el inicio. Se tardó 30 años en llegar, pero fue claro desde el principio: la meta es erigir un nuevo régimen. Sus adversarios –y muchos de sus compañeros de ruta—no le creyeron. Deben empezar a hacerlo. Se sorprenderían si leen lo que planteaba el entonces candidato a gobernador de Tabasco a fines de 1988, y lo que sostiene el actual jefe de Estado y de gobierno. No hay diferencia, sólo matices. El fondo es el mismo.
AMLO es capaz de plantear tres escenarios en cada conflicto y ganar en los tres, incluso en el más desfavorable. Es lo que sucederá, a corto plazo, en el diferendo que hoy sostiene con parte del Poder Judicial. Ni se diga a mediano y largo término. La derrota de la élite que domina la SCJN y el Consejo de la Judicatura, será de antología. De hecho, ya les ganó la batalla de la opinión pública. Y eso que apenas van las primeras escaramuzas.
El presidente de la República venció ya a los ministros, magistrados y jueces de la tremenda corte, inclusive si ésta logra echar atrás la Ley Federal de Remuneraciones de los Servidores Públicos, porque al otorgar la suspensión, el Poder Judicial llevó a debate público los privilegios que detenta. Y desde luego, sus integrantes no saldrán bien librados. Sobre todo si siguen negando sus altos ingresos, mediante la truculencia de separarlos por rubros. Cuestión de aritmética simple. Basta sumar todos los conceptos para constatar que algunos ministros ganan alrededor de 600 mil pesos al mes. Vaya: negar que la “prima de riesgo” que poseen NO es un privilegio del que carece la inmensa mayoría de los mexicanos, es simple sofisma, sandez, mentira.
Los inconformes, al plantear recursos judiciales para combatir la ley, sin que ese fuera su propósito, se ubicaron justo donde AMLO los quería tener: en una vitrina, expuestos al vulgo, a la plebe (¡qué horror!, dirán los privilegiados). Como viven en una burbuja, creen que el asunto es de legalidad, no de legitimidad; de derecho, no de justicia.
Todavía no se han dado cuenta de su equivocación estratégica, pero tampoco de sus errores tácticos. Incluso creen que van ganando 2-0 al presidente, pues a la suspensión de la Ley Federal de Remuneraciones, suman también la validación de las elecciones en Puebla por parte del TEPJF, a pesar de la denuncia del magistrado ponente y de los videos que prueban la manipulación de los paquetes electorales. En última instancia, ambas batallas legales serían victorias pírricas, pues su Ejército quedó mermado y exhibido, y también agotaron el parque.
El asunto no quedará allí, desde luego. López Obrador, en sus conferencias de prensa matutinas, inició ya la ofensiva. Desde el viernes ha atizado las críticas contra los integrantes del Poder Judicial que no están de acuerdo con su política de austeridad republicana. Ha dicho que sus sueldos son exagerados, ofensivos y estratosféricos. Incluso habló de deshonestidad de los ministros y alegó que “son los funcionarios públicos mejor pagados en el mundo”.
La suspensión del ministro Alberto Pérez Dayán se fundamenta, paradójicamente, en los artículos 127 y 75 constitucionales, con lo cual admite que en los poderes Ejecutivo y Legislativo, al igual que en los organismos autónomos del Estado mexicano, nadie puede ganar más que el presidente de la República. Eso, independientemente de la Ley Federal de Remuneraciones, cuya vigencia queda en suspenso hasta determinar si es, o no, inconstitucional.
Sin embargo, la resolución del ministro también se basa en el artículo 94 constitucional, lo cual significa que el Poder Judicial queda exento de cumplir con esas disposiciones, y al menos durante 2019 habrán de mantener sus altos sueldos. ¿Qué dice el 94?: “la remuneración que perciban por sus servicios los Ministros de la Suprema Corte, los Magistrados de Circuito, los Jueces de Distrito y los Consejeros de la Judicatura Federal, así como los Magistrados Electorales, no podrá ser disminuida durante su encargo”.
Es decir, la SCJN actuó como juez y parte interesada, lo cual abona a su descrédito y refuerza los argumentos de López Obrador, en el sentido de que los quejosos no defienden independencia ni autonomía, sino, simplemente, sus privilegios. En términos coloquiales, lo que hizo la corte fue: “Hágase la ley en los bueyes de mi compadre”. Ante confesión de parte, relevo de pruebas.
Aunque AMLO dijo que acatará los fallos judiciales, también advirtió que la última palabra sobre la reducción de salarios en el Poder Judicial la tendrán los diputados federales, cuando aprueben el Presupuesto de Egresos de la Federación 2019. Y precisamente esta semana la Cámara de Diputados, dominada ampliamente por Morena, ejercerá su facultad exclusiva y aprobará el presupuesto en cuestión. ¿Alguien duda a estas alturas –después del posicionamiento público de los líderes camerales de Morena—sobre el recorte que viene al Poder Judicial? ¿O la exhibición pública de sus privilegios?
La forma en la que actuará López Obrador frente a este desafío de la judicatura es previsible: los enfrentará públicamente, como ya lo hizo en el pasado, cuando era jefe de Gobierno del DF, en casos donde la ley se oponía a la justicia. O cuando las resoluciones judiciales olían a corrupción y componenda política, como fue el caso del Paraje San Juan, que a la postre resultó todo un fraude. O su propio desafuero en 2005.
¿En serio la élite judicial quiere anteponer, a la política de austeridad republicana de AMLO, el discurso de la autonomía e independencia del Poder Judicial? ¿Tan pronto olvidó que Mariano Azuela, presidente de la SCJN, acordó con el presidente Vicente Fox, en Los Pinos, el desafuero del jefe de Gobierno del DF con el propósito de eliminarlo de la boleta electoral de 2006?
López Obrador dice no ser rencoroso, pero vaya que tiene buena memoria. Después de todo, los ministros, magistrados y jueces quejosos se colocaron, solitos, en donde el presidente de la República quería tenerlos: frente a la opinión pública, defendiendo sus privilegios. En analogía beisbolera, le están tirando una bobita –bola lenta—para que AMLO la batee de jonrón.
¿Qué sigue? El descrédito mayúsculo, y creciente, de la élite judicial. Y en el futuro próximo, quizá, un Zedillazo. Es decir, una reforma profunda al Poder Judicial, como la que promovió el entonces presidente en 1995. Probablemente desaparezca la Suprema Corte de Justicia de la Nación y el Consejo de la Judicatura para dar paso a un Tribunal Constitucional. La 4-T va, y tiene prisa.